jueves, 4 de marzo de 2010

Hojuelas

El viejo pozo
Acrílica sobre tela
30 x 40 centímetros.

Un reflujo salobre anida en la garganta tras ahogar una cadena de suspiros dentro de una taza donde había café. Voz de madera que atesora entre jirones la figura de una Flor de Canela que dejó inútiles las manos sin el aroma y el calor de sus caricias. De él sólo nos queda una canción-lamento enmudecida para pensarla en vida, la palabra-música que en su lengua habla de un soplo fugado para resguardarlo del olvido. Las dedos recorren temblorosas la encordada y su nombre retenido en el aliento agita el velo de aquella a quien le canta con la voz vaporosa de la lluvia bautismal en sus ríos y sus cañadas, sus lagos y montañas, entre la enseña ondulante y opresiva de la luna solitaria.

José Ramón Modesto López Velarde y Berúmen
[a los tres años].




Vista del pozo al entrar y desde el interior.

Abismo prieto con alma de metal —forja de los dioses—, purísima entraña de roca helada en el vientre de oscuridad interminable. En la sima, una cascada de luz estruendosa surge de la voluptuosa y enrojecida matriz, restalla sobre la sábana en verdes trastornados —espacio liminar— que a la distancia agobia a un chaparral y pronostica el golpeteo brutal con ardorosa arena; caldea la esperanza en el silencio aterrador sobre los pétalos y el cáliz perfumado para escribir con letras de agua sobre las arrugas ancestrales de La Tierra una promesa de renuevos en los árboles y escurrir en la caparazón de los caracoles. De vez en cuando abrillanta el plumaje de un colibrí en donde pulsa el aliento de un guerrero cuyo nombre perdimos.
 

El espacio de la cocina.


Un rincón para la frescura del agua.

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