El viejo pozo
Acrílica sobre tela
30 x 40 centímetros.
Un reflujo
salobre anida en la garganta tras ahogar una cadena de suspiros dentro de una
taza donde había café. Voz de madera que atesora entre jirones la figura de una
Flor de Canela que dejó inútiles las
manos sin el aroma y el calor de sus caricias. De él sólo nos queda una
canción-lamento enmudecida para pensarla en vida, la palabra-música que en su
lengua habla de un soplo fugado para resguardarlo del olvido. Las dedos
recorren temblorosas la encordada y su nombre retenido en el aliento agita el
velo de aquella a quien le canta con la voz vaporosa de la lluvia bautismal en
sus ríos y sus cañadas, sus lagos y montañas, entre la enseña ondulante y
opresiva de la luna solitaria.
José Ramón Modesto López Velarde y Berúmen
[a los tres años].
Vista del pozo al entrar y desde el interior.
Abismo
prieto con alma de metal —forja de los dioses—, purísima entraña de roca helada
en el vientre de oscuridad interminable. En la sima, una cascada de luz
estruendosa surge de la voluptuosa y enrojecida matriz, restalla sobre la
sábana en verdes trastornados —espacio liminar— que a la distancia agobia a un
chaparral y pronostica el golpeteo brutal con ardorosa arena; caldea la
esperanza en el silencio aterrador sobre los pétalos y el cáliz perfumado para
escribir con letras de agua sobre las arrugas ancestrales de La Tierra una
promesa de renuevos en los árboles y escurrir en la caparazón de los caracoles.
De vez en cuando abrillanta el plumaje de un colibrí en donde pulsa el aliento
de un guerrero cuyo nombre perdimos.
El espacio de la cocina.
Un rincón para la frescura del agua.
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